miércoles, 8 de abril de 2009

CRÍTICA DE ESTANCOS DEL CHIADO (Pedro Redondo Reyes: Revista Letra Clara, núm.22. Universidad de Granada, abril 2009)




Tiempo, yo, estilo: teoría de la memoria
Fernando Clemot, Estancos del Chiado. Paralelo Sur Ediciones, Barcelona 2009. ISBN 978 84 612 8548 8. 197 págs.

El género del cuento es quizá aquel que deja más en evidencia el talento o la ambición literaria del escritor que lo visita. Es lo más parecido a la necesidad de arquitectura de la poesía, a la verdadera conciencia de que con las palabras no es posible jugar, ni encomendarlas al azar de una mera escritura. Y por eso raramente los cuentos admiten estar en tierra de nadie, es decir, o son literatura en el sentido exacto de la palabra o no serán. Y este volumen de Fernando Clemot, escritor y editor nacido en Barcelona en 1970, es literatura en el sentido en el que, hoy por hoy, por sus exigencias, pocos se atreven a seguir. Clemot es un escritor de reconocida calidad, cuya narrativa viene cosechando premios internacionales desde 2002.
Estancos del Chiado reúne doce cuentos agrupados en tres motivos diferentes, que dan cuenta de un pensamiento literario en absoluto azaroso, antes bien con un decidido impulso de indagación y reflexión literarias que confieren sentido unitario al volumen. El primero de estos motivos, Mitologías, agrupa cuatro piezas memorables cuya materia es más o menos histórica: fabulaciones en torno al final del cómico italiano Totò, al portugués Salazar o a Eça de Queirós. En estos cuentos se advierte la poética de Clemot en lo que a los fines de la literatura se refiere, y también qué tiene que ver con la Historia y sus personajes; es más, qué es un personaje y qué tiene de transfigurador para quien se siente alejado por un universo de distancia. Pues Clemot traza la historia de momentos singulares dotados de un poderoso élan subjetivo, personal, cuya materia es la memoria, el recuerdo mismo, la evocación de un sujeto expuesto a la amargura del paso del tiempo. Pero realiza, a la vez, el milagro de que esta evocación de una subjetividad intransferible adquiera, por vía de una prosa exquisita y autosuficiente, un valor universal. La universalidad de un personaje histórico en la subjetividad de un narrador ajeno, el conocimiento que de la naturaleza humana aporta a través de lo único real, el tiempo y su contextura verbal, es lo que hace de Clemot un escritor ajeno a la veleidad de entender una quest personal –hay tantas hoy día en literatura– como algo interesante por sí mismo.
Es el Tiempo y su memoria, pero entendido de la única manera posible, con palabras, lo que está anunciado en estos cuentos. Por supuesto, cada uno de ellos tiene una anécdota, un mýthos como diría Aristóteles, pero queda trascendida cuando el lector percibe que quizás se halle ante una de las explicaciones que tanto buscaba, y ha de afanarse gozoso, de nuevo, en su busca a través de cada palabra, de cada párrafo, que en sí mismos, en todos los cuentos, son el cuerpo de la memoria, lo único que la actualiza.
“Durante un instante le traen a la memoria sus años en Coimbra, las noches de vino bajo la alfombra abovedada de alguna república, los primeros aplausos, recuerdos que se han hecho lejanos, debilitados, como una acuarela expuesta al sol y los elementos y cuyo trazo se hubiera desdibujado” (Una Dame sans Merci). La memoria busca su realización en plena literatura, pero la narración consigue el autoconocimiento, la explicación inacabada en la que alguien está a punto de lograr el porqué de una circularidad vital que genera angustia y sin sentido: “...aquello parecía haberlo leído antes, como si reviviera el fragmento de una de sus novelas, lo podía haber escrito él, podía ser él el poeta, sonaban suyas aquellas palabras, y miró entonces al joven y se sintió como cada mañana que se enfrentaba al espejo, reviviendo imágenes del pasado, con más saludo, con más brío, quizás era a sí mismo al que leía en aquellas líneas picudas”.
Como en el poema de Gil de Biedma donde el sujeto se enfrenta en el espejo a su propio reflejo, ajeno, el yo de los cuentos de Clemot está desdoblado, pero de una manera circular, porque el escritor advierte que el Tiempo es el fluir continuo que da sentido a la peripecia vital del personaje; en muchos de los cuentos a lo largo del volumen, el final de la narración, el borde físico del texto no es sino una vuelta al inicio, una vuelta que quizá salve al personaje (por ejemplo, Levante, Una Dame sans Merci e incluso el que da título al volumen, Estancos del Chiado).
Las otras dos secciones son una clara descripción de lo dicho: El jardín de la memoria y Ocasos. Todos sus cuentos pueden ser contemplados como la inextricable relación entre tiempo, memoria y formación, donde formación equivale, al contrario que la tradicional Bildung literaria, a desarmar pieza a pieza nuestra inocencia primigenia: “Es la inocencia un gigante de juguete al que se le van cayendo las piezas, y algunas de ellas debieron quedar allí, en aquel desmonte de cascotes y hierros negros” (El verano del cortapichas). La vida es contemplada como un viaje (iniciático) a través de las modernas islas de Circe o Nausícaa, los estancos, si bien cuando el héroe regresa a su particular Ítaca, comprueba, como escribió Cavafis, qué son las Ítacas.
Incluso, en el cuento titulado Bautizos de primaveras pasadas se ensaya una teoría de la memoria: una suerte de sucesión de cangilones en una noria, siendo nosotros mismos, después de todo, tan sólo un episodio más de otras memorias, de otros recuerdos. Memoria dentro de la memoria, texto dentro de un texto, peripecia vital en un marco cuya naturaleza sólo al final puede uno vislumbrar, como ocurre en el cuento Levante. El narrador escribe en Bautizos...: “Extraño artefacto nuestra memoria, noria antigua cuyos brazos baldean el agua de una charca a medio perder, evaporándose al tiempo que los recuerdos. Unas veces suben los cubos de esta cenia agua y otras lodo, las más sin duda, que no recordar también es recuerdo como un cubo vacío no deja de ser cubo”. Por eso, las sensaciones del recuerdo son lo único común a las vidas pasadas y futuras.
Fernando Clemot ejecuta un perfecto artefacto literario que funciona a través de muchos planos: la memoria, el desconocimiento y error que conlleva el paso de la vida, la culpa como sinónima de aquélla y la indagación sobre su redención, la posibilidad de conocimiento a través de una prosa que no abandona en ningún momento una calidad extraordinaria (fusionando de forma extraña una subjetividad ininterrumpida con una objetividad lancinante). Es decir, literatura.

PEDRO REDONDO REYES

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